Su eco es lejano como la voz de la memoria. Una carretera hecha con el sudor de los esclavos paraguayos durante la famosa Guerra del Chaco hace casi un siglo, en 1930. El olor a vértigo y fracturas de clavícula y de pierna se sienten cosquillear por los lóbulos de las orejas, solamente observando su paisaje a través del bus que te lleva a su cima.
Por ahora el asfalto es amigo de nuestras ruedas y el traqueteo de la circulación es más o menos tolerable. Una hora y media después de haber abandonado La Paz, Francis pone el freno de mano.
– Vamos, bájense rápido. Aquí les ofreceremos un pequeño desayuno, antes de darles el equipamiento y las bicicletas.
Súbitos preparativos
A los diez minutos, se realizan las pertinentes pruebas de calzado, de pantalones y de cascos. A muchos no les encaja lo previamente estipulado, en este grupo de siete, seis hombres y una mujer. Cambios varios, pequeños ajustes en la mecánica física y algún que otro remiendo para envasarse en un traje azulgrana, que ha de salvaguardanos de las piedras traviesas y de los camiones ciegos.
Es la hora de probar nuestra única aliada en el trayecto. Todas son de doble suspensión. Parecen en buen estado, según comenta Dante, nuestro guía en el abismo empinado. Periodo de pruebas en un terraplén llano con un pequeño montículo para observar la tracción y el freno delantero y trasero. Intuimos que todo va sobre ruedas, en el vaivén del ir y venir, en ese recortado circuito improvisado. Mínimos ajustes en la colocación del sillín y el eje a golpe de llaves y destornilladores poco relucientes pero bien engrasados.
– Bueno, señores, yo iré por delante. Tenemos unos 40 km hasta el final. Los diez primeros, serán sobre carretera asfaltada. Miren cómo se adecuan. Después llega la Muerte.
En fila india, de uno a uno, como el vuelo del cóndor ante la proximidad de su presa, nos deslizamos por las primeras pendientes, dejando el coche escoba detrás, pilotado por Francis, en estado somnoliento. Sentimos el frío por los costados, cómo los pliegues de las equipaciones se dilatan y el cuerpo pierde densidad sobre su hábitat. Curvas más abiertas nos dan más adherencia en el tablero de esta partida que se minimiza después cuando sus hermanas cerradas avisan de espacios vacíos. La confianza como un acordeón, sube y baja.
No es un paseo por Suiza
El tiempo y el paisaje, siendo una desdicha, pasan a segundo plano. Un mínimo segundo sin observar la parte frontal del recorrido puede ser fatídico. No hay espejos retrovisores ni aficionados jaleando. Es uno contra los dientes de sierra de este cerro deforme y serpenteante. Es uno contra sí mismo, su ego de forzar la máquina y volar como un águila o perderse para siempre en la inmensidad de agujeros insondables. Dante agita sus abrazos en un aleteo suave y derrapa en la tierra molida.
– ¿Cómo van señores? Hasta aquí la primera parte. ¿Se sienten a gusto? Suban otra vez al bus y al ratito vamos al tiro por la Muerte.
En consonancia parece que todos en coro vamos siendo realistas de dónde nos hemos metido. Algunos creían que era un paseo en bicicleta por un lago suizo. Una vueltecita sin mayor esfuerzo con premio final incluido. Pero no. No sabíamos lo que queda por delante.
30 minutos de charla vacua y silencios desmedidos por la altura de las circunstancias son la antesala de la etapa reina. Dante sigue a la cabeza del pelotón dando indicaciones, moderando su velocidad o volteando su cabeza a lo más puro boxeador en un ring americano. Lo quiere todo controlado, después de haberse él roto la muñeca y la clavícula más de una vez. Algo imposible cuando la ciencia no tiene derecho de admisión en este territorio.
Casi 4 horas de travesía al límite
La fila inicial se deshilacha y termina adelgazándose, creándose un grupo de atacantes de unos cuatro y tres rezagados. La cadena que unía a todo el grupo se sale y a mí, exactamente, dos veces. En medio de la nada, sin nadie delante o detrás, opto por la bajada por inercia y, por vez primera, a detenerme en el paisaje que me acordona. Montañas escarpadas, faldas sin clemencia que vaticinan ríos de sangre y huesos desechos en la primera oportunidad que gocen. Otros, sin embargo, sufren las primeras caídas. Choques contra la roca maciza y las hiedras trepadoras, piedras puntiagudas o pequeñas cascadas con caudales sospechosamente profundos, lanzan a cuatro al piso (al suelo), saltando por los aires y en su afán de competitividad, sueltan una sonrisa y con el dolor entre los dientes, continúan su delirio por la senda.
Después de tres horas largas, para muchos eternas, se hace el último trayecto de 5 km, sin mucha ropa, soltando lastre, ante los constantes rayos de sol que nos abrasan en una latitud más baja y cálida. La bajada es cada vez menos pronunciada y se intercambia con llanos que hacen el tránsito una cosa ahora de niños. Francis, en su labor de apagafuegos, se dedica además a inmortalizarnos en posturas acrobáticas en este paraíso de la adrenalina máxima.
– Choque la mano hermano. Choque, amiga. Bravo amigo, lo hicieron. Vamos a por una birrita fría para celebrarlo, señores.
El saldo del envite, un posible esguince o una fractura de tobillo que hay que analizar, sin obviar moratones de mayor o menor calado y muñecas y nalgas que bailan y bailarán más que un caribeño en una pista de karaoke, durante los próximos días. El reto parece conseguido. Nos entregan camisetas con el lema “Bolivia, la Carretera más peligrosa del mundo”. Las cervezas esperan. Y el corazón todavía responde.