– Buenas noches amigo. ¿Cómo fue el recorrido?
– La verdad que disparatado. Antes de llegar a la plaza central, casi me atropellan dos autos, al menos a uno de ellos le eché el vómito encima y le hice frenar. El otro casi se come un camión de frutas, parecía hambriento. Por lo demás, un lugar espléndido.
– ¿Querés otra infusión de mate?
– La duda ofende.
– Tengo aquí una preparada. No sos el único con la panza retorcida. Dale, siéntate.
– Oye, ¿Ese mapa es bien viejo, no? ¿Lo que está entre círculos qué es?
– Ushuaia. ¿Vos sabés que ahí viví yo antes de volver acá, gallego?
Ushuaia, tierra prometida
No. La verdad que no lo sabía, ni lo intuía. Como tampoco que el dolor de tripa iba a ser lo menos doloroso durante las siete horas que estuvimos hablando. En un mesita alargada, a la cual le cojeaban dos patas seguramente ante tanta efusividad de mi esporádico casero en otras tantas batallas verbales anteriores, él se rascaba su bola de cristal ante la fatal caída de pelo que empezó curiosamente en esa parte sur del territorio argento. Ushuaia, además del punto más austral, más lejano del mundo, significó su ruptura con el país que le vio nacer. Un parto por cesárea, que todavía deja ríos de sangre en su mente sobre lo qué es Argentina hoy en día y lo que pudo ser. Una bicefalia que le parte en dos, un hombre que tiene un verbo relajado y atento ante lo que recibe de su contertulio pero que su mirada encendida contrapesa, dejando entrever una caldera de indignación que va en aumento.
Fino de constitución, amigo del esgrima en los sofás y amante de los cigarros robados, se dedicó desde joven a conocer su escenario patrio a base de hacer dedo y de apuntar con uñas alargadas todo aquello que le pateaba el orto o le olía a chamusquina. Una nariz afilada la de ahora que tuvo su maestría por esos lugares fríos que ya no quiere pisar. Allí curtió su piel, vendiendo su fuerza, cazando animales de feria y construyendo con madera algo podrida una casa en mitad de la nada. Una cultura del esfuerzo que ya no tiene frutos, según él. Le pregunto por qué, y me responde por culpa de todos. Mientras volvía a sorber su manjar líquido, me habla del gusano mayor, del clientelismo político, de la corrupción en liza. Un virus mundial que allá se amparaba por Papa Estado e Hijo holgazán.
Dolores patrios
“El paternalismo estatal, basado en subsidios ya desde la época de Menem, tuvo su explosión con los Kirschner, con el aumento de villas”, brama con tranquilidad, “tu me das tu voto y yo te doy el choripán (chorizo más pan), no te preocupes si no encontrás laburo (trabajo)”, sentencia. Unas frases que no acompañan a crear valores de superación personal y colectiva, remarcando que “generalmente sólo queremos trabajos de oficina, boludo, de saco(traje) y corbata”. Con la tercera taza, la tetera medio vacía o llena según se mire, sin gota de alcohol por medio, me confiesa que se ufanan por ser anti-Trumpistas pero siguen echándole la culpa a los inmigrantes, “cuando acá vienen muchos bolivianos y chilenos a trabajar a la minería, trabajando en la mierda que no queremos”.
Pero eso sí, ellos son los primeros pícaros porque en vez de “pasarse 15 años como los australianos, canadienses o japoneses esperando a ver resultados de toda la explotación mineral llevada a cabo, nos volvemos oradores brillantes capaces de vender juguetes a precio de oro”. Por eso meterse en política es sinónimo de dinero fácil, “si el vecino lo hace ¿Por qué yo no?”, comenta a la vez que me guiña un ojo y suelta una risa sardónica. Una fina ironía que le hace repensar cómo un país tan rico en materias primas como el suyo, que podría vivir tranquilamente en el aislacionismo preconizado por el Pato Donald, siga siendo tan dependiente de factores externos como un recién nacido de un chupete.
Presente dubitativo
“La teta que nos decían nos daba de mamar, al menos con Ernesto fue amputada”. Se refiere a la quita de la deuda externa durante el kirschnerismo, a los que ahí reconoce su mérito, aunque vuelve a hacer énfasis en la labor de los sindicatos, buque insignia de la corrupción y que “me hincha la bola”, por ver cómo los de arriba en nombre de los de abajo, vuelven a llevarse toda la plata. Y en éstas que sale Macri, el actual director de orquesta, al que no le tiene simpatía alguna tampoco, observando su pasado familiar de niño rico y afán de mercantilismo rápido. Sin embargo, sí es favorable a “medidas como aumentar el boleto de bus de 4,5 a 35 pesos o subir de 100 a 900 pesos el precio de la luz por mes” ya que según mi compañero de mate esos son los valores reales que deberían valer esos servicios, para después invertir esos impuestos en tener mejor educación o salud. “Qué se consiga o no, eso ya no te lo puedo decir”.
Ante los bostezos de uno y otro y el amanecer que apremia un cierre de dicha charla pasada por ardores estomacales y patrios, recalca que todo depende de la educación, “empezando por las nuevas generaciones”. Aunque, más si cabe, “por el cumplimiento de las leyes”, como por ejemplo, “respetando al peatón, ya que hasta ahora el semáforo verde es sólo un cortijo privado para el pelotudo que conduce” o “que se culpe al que robe un pan y no al que roba millones”.
– Che, Alfredo, creo que ahora tengo otros dolores. Y sólo tienen un remedio.
– Boludo, con todo este rollo, además del acomodo, te ha salido el desayuno gratis.
– Sí, creo que sí. Buenos días.
– El baño sigue estando al fondo a la izquierda. Que te aproveche.