Negando la mayor
– No vayas a visitarla, que te quedas ciego de lo fea que es
– Ni se te ocurra pisarla, no malgastes tu plata, parcero (amigo)
– ¿Bogotá? Tú sí que tienes buen gusto…
Frases de este tipo sobrevolaban mis oídos las semanas previas a mi llegada a la capital colombiana. Iba a ser la crónica de un desastre anunciado. Nadie daba un duro por esta ciudad, incluso, algún que otro rolo (apodo que emplean para los bogotanos) se rendía igualmente a estos testimonios. Parece que me voy a encontrar una ciudad pestilente, carente de encanto y ruda por su pasado y presente en lo relacionado a la delincuencia y las malas artes nocturnas.
Sin embargo, buceando en el mar cibernético, uno se da cuenta de que esta “repelente” urbe es Capital Mundial del Libro desde 2007, Ciudad de la Música y recientemente Ciudad Mundial de la Paz, en este 2017. Distinciones que hacen equilibrar la balanza y me permiten dudar ya de manera seria sobre si este destino no va a ser finalmente un error de cálculo.
En mitad del proceso de paz con las FARC, se intuye una sociedad agitada ante este acontecimiento esperado y necesario después de tanta violencia y sufrimiento en las últimas décadas. En plena ebullición política, habré de tomarme más de una taza de su renombrado café para calibrar mejor cómo hacen frente a todos estos retos ya presentes.
Culto a la iglesia y a la palabra
Si alguien es aficionado a los libros del gran héroe literario nacional Gabo (Gabriel García Márquez), sabrá al igual que él señalaba, que existen 32 iglesias en toda la ciudad, todas ellas de herencia colonial que hoy en día se conservan en gran estado. Como también su amor a la cultura, con 58 museos y 78 galerías de arte a lo largo y ancho de sus calles, destacando su Museo del Oro, que cuenta con 35 mil piezas precolombinas.
Y si callejeando he de empaparme de todo lo que colea y se mueve por sus adoquines, me señalan que entre sus mastodónticas vías de carretera, se encuentra la calle más pequeña de todo el mundo, de tan sólo 20 centímetros de ancho. Concretamente, en el centro de la ciudad, entre las carreras novena y décima, y las calles 25 y 26.
Graffiteros del mundo, venid a mí
Pinten y no se asusten. Sin tener gran constancia de todo este mundo del arte callejero, pequeñas gotas frías limpiaban mi ignorancia, indicándome que Bogotá es casi un pequeño paraíso donde muchas estrellas internacionales del gremio quieren dejar su huella e impronta. Un oasis que no tiene nada de gratuito, un respeto que a lo largo del tiempo se ha teñido de sangre y que se lo han tenido que ir ganando ante el escepticismo de las instituciones públicas.
Observaremos pues cuáles son sus mensajes, murales, pensamientos y formatos urbanos, en un enjambre de más de 8 millones de personas. Una aventura que invita a un laberinto de colores, de heridas nacionales que todavía están dilatadas y que barrunto piden compañía ajena para lavar su imagen de “Narcos” por una verdadera, más cercana, que les haga justicia en el marco internacional. Con la palabra dulce de sus gentes, del amargo cafetero y el suave deslizamiento de sus caderas, Bogotá da comienzo a su función.